01 mayo, 2017

Hilda Pupo Salazar Dice una viejo proverbio oriental: “Gobierna tu casa y sabrás cuánto cuesta la leña y el arroz; cría a tus hijos, y sabrás cuánto debes a tus padres”. ¿Cómo descendiente te has preguntado cuantos desvelos, sacrificios, malas noches, renuncias y temores caben en la crianza de un ser humano? ¿Haz meditado sobre el trabajo de tus progenitores, para ayudarte a crecer? En esas cosas debían pensarse, cuando adoptamos la posición egoísta y de malos agradecidos de dar la espalda a quienes nos dieron la vida. Lamentablemente, esa es una realidad hoy, cada vez son menos quienes de buena voluntad, se ocupan y preocupan por asumir el cuidado de sus padres mayores. En la lista de los que rehúyen ese deber están el no tener tiempo; escasa economía; poco espacio en su casa y relaciones deficientes entre progenitores y el o la conyugue. Ninguna de esas causas justifica desatenderse con esa lógica obligación de los descendientes y la postura insensible e inhumana de abandonar a los que se sacrificaron por nosotros. Por nuestros hijos somos capaces de todo y proporcionarle felicidad llega a ser nuestra meta, entonces duele enterarse que en el momento de necesitarlos recibimos su negativa, con total desapego. Pero, ya no solo incluimos la desatención, sino hasta la pésima conducta de maltratarlos sicológicamente. Respuestas groseras, peleas, exabruptos y malas palabras son parte del rosario de actos protagonizados en contra de nuestros viejos. Tales acciones dañan la convivencia de un hogar sea cual sea los que vivan en el. Los gritos y los constantes encontronazos acaban con la paz, con la armonía y tranquilidad de la familia, además de constituir un abuso, porque injuriamos a quien ya no puede defenderse. Es tan apropiado el poema de un padre anciano, que volvemos a brindar parte del texto: “El día que me veas mayor y ya no sea yo, ten paciencia e intenta entenderme. Cuando, comiendo, me ensucie; cuando no pueda vestirme: ten paciencia, recuerda las horas que pasé enseñándotelo. Si cuando hablo contigo, repito las mismas cosas mil y una veces, no me interrumpas y escúchame. Cuando eras pequeño, a la hora de dormir, te tuve que explicar mil y una veces el mismo cuento hasta que te entraba el sueño. No me avergüences cuando no quiera ducharme, ni me riñas; recuerda cuando tenía que perseguirte y las mil excusas que inventaba para que quisieras bañarte. Te enseñé a hacer tantas cosas… comer bien, vestirte… y cómo afrontar la vida; muchas cosas son producto del esfuerzo y la perseverancia de los dos.

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